Los versos y los poemas, los libros, son como los hijos carnales de uno, y como todos sabemos, de cientos de hijos posibles de unos mismos padres, no nacen dos iguales, aunque sean gemelos, no nacen todos genios, no nacen todos bellos, no nacen ninguno sin defectos. E incluso, al ver en la distancia las primeras rimas que nacieron por influencia de los viejos romances, canciones en las radios y esos cantes populares que en las calles y tabernas, en los teatros, desgranaban vates y cantaores, versistas y cantantes; mira esas sencilleces del tiempo pasado, esas palabras que salían de la nada, de las que ahora al releerlas sonríes, y piensas de cómo te salieron y en el papel la grabaste, incluso a quien te gustaba la enviaste, y al verlas de nuevo, sonríes de su sencillez palabras primera. Sí, son como las huellas de los primeros pasos que en la tierra dejamos, y que en su momento, ay, cuan contento estábamos, de andar sueltos y de escribir esos versos, de rimas y sueltos…ay, que son como los últimos que en la vejez, como dijo el sabio en su pensamiento: balbuceamos para hablar, después con la lengua atropellamos, parlamos para acertar y errar, y de decir una cosa sencilla, la expresamos con palabra que enredan y confunden, hasta que en la vejez, no por gastado, sino por experiencia, entendemos que la culminación del lenguaje es el silencio, como ese que guardan los enamorados cuando amándose se miran ojos con ojos, y sin decir nada, no hace falta, todo claman.